30/9/10

Jean Girigori: “Cambio mis obras por una prótesis”

LA RECONOCIDA PINTORA DOMINICO-CURAZOLEÑA PERDIÓ UNA PIERNA. PIDE AYUDA PARA CONTINUAR SU LABOR SOCIAL

Yaniris López
La obra de Jean Girigori no necesita traducciones ni lecturas, ni siquiera sus cuadros abstractos. Su origen afroantillano y sus luchas sociales se notan en la transparencia dulce y limpia de sus pinturas, en los rostros tristes de sus morenas, en el perfil diario de los barrios, en los ademanes inocentes de sus niñas y en la mezcla de colores vivos que dejan claro el orgullo con que muestra sus raíces.
De madre dominicana y padre curazoleño, navegante, Jean nació hace 62 años en una barca en las aguas del mar Caribe. Estudió arte en Haití y en Nueva York e inició en Curazao su fila de exposiciones. Su peculiar modo de ver el mundo suyo y el ajeno, una vez regado por Europa, Estados Unidos y América Latina, le han merecido el mote de la pintora del arco mágico del Caribe.
Revolucionaria desde que era una cría (recuerda con buen humor sus correrías durante la Guerra de Abril), dice que cargó en hombros a Juan Bosch y a Peña Gómez cuando recorrían los barrios pobres de la capital. Porque fue abusada cuando tenía cuatro años, y porque nació en un hogar pobre pero con un sentido de la moral muy alto, Jean ha dedicado su vida y arte a defender los derechos de la mujer, los niños y los pobres.
Por eso no concibe que una desgracia, como la ocurrida hace un año y ocho meses, la postre para siempre en una silla de ruedas y le imposibilite continuar con su labor social.
Llega la tristeza
Ocurrió hace casi dos años, mientras se operaba de una hernia discal en Caracas, Venezuela. Siete días después de la intervención, una de sus piernas se infectó con una bacteria y debió ser cortada.
Jean también perdió un dedo de su mano derecha: “La mano que utilizo para tocar mi guitarra y cantarle a la vida”.
En su estado de convalecencia en este hospital, fue secuestrada durante dos horas por tres hombres que buscaban dinero.
“Eso fue un purgatorio, me querían meter la pistola en la herida abierta”, recuerda la artista. Ahora Jean necesita de su público, de su gente.
“Cambio mis obras de arte por una prótesis”, dice. “Cargo una pena y me siento inútil, no me puedo mover, secuestrada en mi propia casa. Estoy radicada en Jarabacoa porque no me puedo mover. Quiero estar en los barrios, en los campos, ayudando. Quiero demostrar que aun faltándome una pierna sigo con la misma energía y los mismos deseos de ayudar”.
Jean les solicita a los que quieran ayudarla que adquieran sus cuadros para, de esta forma, comprar la prótesis que la devolverá la vida activa que tanto añora. Sus cuadros se exhiben hasta el 24 de octubre en la Galería Nacional de Bellas Artes, avenida Máximo Gómez. Podrán contactar a Jean en los teléfonos 809.574.6480 y 809. 454.6931 o escribirle a jeangirigori@hotmail.com

Los colores vivos de la solidaridad
Maestra de las mezclas vivas, Jean Girigori se da el lujo de pintar con colores oscuros la primavera, cobijar con pescado las cabezas más lindas y eternizar la boda de un chulo.
Su arte no es fortuito, suele repetir. Está lleno de experiencias amargas y dolorosas, pero también de recuerdos muy gratos que la llenan de nostalgia, una nostalgia que deja marcada en los ojos de sus doncellas y en los vestidos domingueros, de tul de colores, con que suele engalanar a las niñas.
El tul me recuerda esos tiempos rosados. Vengo de un hogar pobre, humilde, de negros, pero con el poder moral y la solidaridad bien altos”, expresa Jean.
La artista heredó de sus padres el gusto por la libertad y la justicia. Cree en el esfuerzo personal, en la unión familiar y en la de los pueblos para redimir la pobreza y el subdesarrollo.
“Heredamos la pobreza como un cáncer, igual que se hereda la envidia. Y no saldremos de la pobreza si no nos ilustramos, si no somos solidarios. Vivimos en un campo de batalla por las ideas. El hombre alberga en su corazón el cáncer del espíritu, tenemos que retomar el poder moral”.
Movimiento cultural
Jean asegura que vive en un campo de batalla por los derechos de los niños y la mujer. Lo hace desde Masa Femenina, un movimiento social y cultural creado desde el arte y dirigido a reivindicarles un espacio en la sociedad.
“Quiero que aprendan a leer, a escribir y a reclamar sus derechos. Creo en la solidaridad. Estoy contra de la inmoralidad social. Al artista lo han marginado siempre, pero esto es una manera de vivir y de manejar la justicia a través de las artes”.
Jean ha llevado el mensaje de Masa Femenina a todos los sitios que ha pisado y a los que ya no puede llegar.
Llama a sus chicas trabajadoras de la cultura que aspiran a trasformar las comunidades con sus propias habilidades y compromisos sociales. Les transmite mensajes básicos que insuflan sus corazones de esperanza y ganas de ser mejores.
“Si no motivamos al hombre a que viva de su inteligencia, aun sea pobre, vamos a seguir teniendo esos problemas en los barrios. Los problemas de los barrios no se van a resolver con el discurso trasnochado de un político. Se van a resolver reeducando a su gente, que es un derecho humano”.
Para Jean, los políticos no podrán resolver los problemas sociales pues no es un asunto sólo de ellos.
“Todo el país tiene que dedicarse a resolver los problemas sociales, a desarrollar la habilidad de los hombres de la ciudad y que el campesino se quede en los campos, cultivando”.

Magia espiritual
”Jean sonríe porque le llaman la pintora del arte mágico del Caribe y no puede hacer magia con su dolencia. Pese a ello, no ha perdido su sentido del humor. “Me queda la magia espiritual”, sonríe.
“Por esa magia quiero seguir viviendo, hablarle al corazón de la gente del barrio para transformarlo. Porque se necesita elevar la conciencia moral de todo el pueblo”.
Con dolor admite que su familia no cree en el poder de su arte como negación de la pobreza. Le echan en cara, precisamente, que hable tanto de pobreza. Por eso se siente sola, en un purgatorio. Pero que descuide Jean, que muchos estarán encantados de unirse a sus filas. Porque además de la magia espiritual le queda también la de sus manos, la de su trabajo y la de su encantadora personalidad.

26/9/10

Hernán Rivera Letelier: “Amueblé mi casa con premios de poesía”

"Mi cristo va a ser un cristo humano, se va a reír incluso de sí mismo, va a tener contradicciones”

Yaniris López
yaniris.lopez@listindiario.com
Santo Domingo

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Que disculpe el atrevimiento Hernán Rivera Letelier, pero la historia de su vida en las salitreras del desierto de Atacama, al norte de Chile, y sus odiseas literarias, resultan más interesantes que la mismísima historia del Cristo de Elqui, el personaje principal de “El arte de la resurrección”, la novela que le mereciera el Premio Alfaguara de Novela 2010. Sin embargo, ‘cristo’ y autor tienen tanto en común que, al hablar uno, el otro asoma.
Las relaciones comienzan en la primera página, cuando el autor insinúa que una plaza salitrera del desierto de Atacama es el lugar menos aparente para un milagro, como los muchos que intentara realizar, sin éxito, Domingo Zárate Vega. Y comienza el alud de preguntas con sus respuestas.
“Porque es el desierto más inhóspito del planeta, el más duro. Allí hay partes donde no ha llovido hace 600 años, y donde están las minas de salitre, donde trabajé durante 30 años y viví 45, es la parte más cruel, la más dura. Allí no crece ni la mala yerba. No se ve ningún insecto, ni siquiera moscas”, responde Hernán, como prefiere que lo llamen.
En lo que sí es rico el desierto es en silencio, dice, un silencio puro que no se quita con nada. “¿Has oído alguna vez el silbido de un cable eléctrico de alta tensión? Bueno, es un silencio tan fuerte que zumba y lo sientes”.
Siendo un niño extraño, silencioso, que prefería oír más que hablar, se iba solo a escuchar “esos silencios, a conversar conmigo, a estar conmigo y a sentir la soledad. Me encantaba irme solo a los cerros y pisar esa parte donde yo me imaginaba que ningún otro ser humano había pisado. Me imaginaba en un planeta abandonado, en un planeta recién cocinándose, recién creándose”.

Ese silencio lo persigue y él lo adora. Nació en Talca, al sur de Chile, en 1950, pero como sus padres trabajaban en las salitreras del desierto de Atacama, allí se crió y vivió, en casitas de latas y palos y piso de tierra, haciendo las necesidades a ras de pampa y escuchando las historias del Cristo de Elqui, un señor que se creía la reencarnación de Jesucristo.
Trabajó desde niño. Vendió diarios en el puerto de Antofagasta desde los 11, a los 15 entró a las salitreras y a los 18 le ocurrió algo que, 42 años después, es el motivo de que esté aquí, en el piso 14 de un hotel de Santo Domingo, ofreciendo entrevistas a los medios. Lo hace -lo de las entrevistas- porque no tiene más remedio y no quiere parecer soberbio, pero como “necesito todos los días una dosis de silencio y de soledad”, lo único que le pidió a la casa editora es que le permitieran dos o tres horitas de paz, sobre todo después del almuerzo, para encerrarse a escribir, a leer o pensar. Para escuchar sus silencios.

El primer premio

¿Qué ocurrió en 1968? “En ese tiempo no había tele y las noticias las veíamos en el cine antes de la película, y un día dan la noticia de que en el mundo se estaba produciendo una revolución juvenil increíble, el movimiento hippie, la revolución de las flores; se veían escenas de jóvenes abandonando hogares, escuelas, con una mochila al hombro, una guitarra, fumando como locos, haciendo el amor libres en las calles, en los parques, y yo me lo estaba perdiendo. Me dije: eso no puede ser. Puse la renuncia en la empresa, me fabrico una mochila de lona y me fui a hacer la revolución, y en estas andazas de cuatro y cinco años empiezo a escribir”.
El empujón fue un concurso de poesía patrocinado por una emisora radial. El premio, una cena. Hernán lo ganó. Del poema solo recuerda que era de amor porque estaba inspirado en una morena que dejó en el desierto.
Y asegura que hasta ese momento no había escrito nada, excepto una composición dedicada a las fiestas patrias cuando tenía 10 años. Redactarla le tomó entre cinco y diez minutos, mientras el profesor revisaba las demás, porque había olvidado hacerla por jugar a las pelotas. La composición fue la mejor del curso, la mejor de la escuela, “y tuve que leerla en el acto”.

En septiembre de 1973 (año del golpe de Estado en Chile) se acabaron las andazas y Hernán regresó a trabajar a las minas. Pero ya no pudo dejar de escribir y en los siguientes 15 años ganó 26 premios de poesía. “Yo amueblaba mi casa con premios de poesía”, recuerda, “lo que se ganaba en las minas era una porquería”.
Siguió escribiendo de incógnito y enviando a concursos, hasta que su primera novela, “La reina Isabel cantaba rancheras”, fue premiada por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura en 1994. “Eso me puso la vida patas arriba. Antes de “La reina Isabel cantaba rancheras” me autofinancié un librito de poesía y un librito de cuentos, los vendía por las calles, y cuando premian el libro se me acercan cinco editoriales que quieren publicar la novela”.
Con el éxito tocando a su puerta, Hernán abandonó las minas en 1995, pero se quedó en el desierto. Se instaló (hasta hoy) cerquita, en el puerto de Antofagasta.
Sabía, de pequeño, por intuición, que aquello de las salitreras no era lo suyo, que lo suyo estaba relacionado con el arte.

Y llegó el Alfaguara

Hernán confiesa que envió a concurso “El arte de la resurrección” porque sintió que era su novela, que flotaba, casi levitaba escribiéndola, y que el tono, el lenguaje, la historia le decían que merecía cualquier premio.
Como aquel primer poema, como aquella primera novela, atinó. En esta obra, el lector disfrutará al conocer a un Cristo que es lo menos parecido a un santo. El humor, la ironía y los absurdos lo salpican.
“Leí los evangelios desde niño y no sé cuántas veces, y me sentía en falta: en ningún versículo bíblico vi que Cristo riera, o sonriera siquiera. Me dije no, mi cristo va a ser un cristo humano, se va a reír incluso de sí mismo, va a tener contradicciones, va a tener errores, incluso va a fallar en sus milagros”.
Del ‘cristo’ real, del personaje que existió y arengó en los años 30 y 40 en el mismo desierto, se sabe poco.
“Me inspiré en él para crear mi propio personaje, pero tuve que echar mano a la imaginación, a la ficción y a la memoria. Este ‘cristo’ tiene mucho de mi viejo, que era un predicador de la calle, y tiene mucho de mí también. Muchos de sus pensamientos, por ejemplo eso de que mucho más importante que el ‘dios’ es la fe, son míos”, explica el autor.

Una última página no prevista por el autor

El Cristo del Elqui llega hasta la oficina salitrera de Providencia en busca de Magalena, una prostituta devota de la virgen del Carmen a la que desea convertir en su amante y discípula. Si Magalena (sin d) acepta o no la invitación del Cristo del Elqui que lo descubra el lector, pero le adelantamos que el final de la historia no estaba previsto, de modo alguno, por el autor.
Todo por culpa de una gallina muerta. “La novela empieza con una resurrección falsa y termina con una resurrección que no se sabe si es falsa o verdadera y de la que hasta el mismo Cristo del Elqui duda”, explica Hernán. De eso, de contradicciones, de cosas y paisajes que parecen una cosa y resultan ser otras está lleno El arte de la resurrección.
Como le insinuamos que su historia personal es más interesante que la del libro y que a lo mejor merezca ser contada, Hernán respondió: “Ya lo estoy haciendo, porque en cada una de mis novelas hay parte de mi biografía. Muchos de los pensamientos del Cristo del Elqui son míos. Mucho de lo que yo creo de la fe, de la religión, de la vida, se lo puse a él”.