29/11/10

Dónde estará...

------
"Yo no quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene."
(Truman Capote, Desayuno en Tiffany´s, 1950)

23/11/10

Cuidado con lo que desees...

-----
Verás. Fui yo quien quise eternizar el momento. Frizarlo. Quedarme así, mirándote, mientras vida tuviera. Aprenderme tus facciones, grabarlas todas no en la mente, sino en la mirada. Para mirarte eternamente. Te juro que no deseaba nada más en esta vida. Pero el doctor no entiende. El jura que estoy ciega, que mis ojos no registran acción, color, movimiento... Que lo que me pasa es raro, eso sí, porque él nunca había escuchado que un recuerdo pudiera trasladarse hasta los ojos y quedarse allí, clavado, fijo, en la retina…

17/11/10

Te adoro, Hesse

-----
Leyendo los cuentos de Hermann Hesse me da, a veces, la terrible sensación de que estoy viendo una de esas comedias de los 80 y 90 que daban en El Show del Mediodía. Había algo en los finales de esas comedias que no cuajaba. Nos pasábamos 20 y 30 minutos disfrutando de la trama, riéndonos de las locuras de los comediantes, todos de primera, pero el final… el final nunca era tan bueno como el desarrollo de la comedia. Terminaban sin ton ni son, sin la picardía del comienzo. Al finalizar nos mirábamos todos como quien dice: ¿Y entonces?
«Comienzan bien pero terminan sin gracia», decía mami.
Hesse es, por mucho, uno de los más grandes cuentistas, un genial describidor de la nada cotidiana, de los miedos humanos, de las frustraciones más tontas. Una le toma pena o cariño a sus personajes, absorbe con gusto los olores de los paisajes, de las estaciones; y pasea llena de confianza los rincones de las casas, las calles y los negocios que pueblan sus cuentos. Pero los finales, no sé..., llegan de la misma forma que los finales de las comedias del Show del Mediodía. Así tan obvios…

15/11/10

Un cuento sin "e"

Un marido sin vocación, de Enrique Jardiel Poncela, escritor y dramaturgo español (1901 – 1952).

------
Un otoño —muchos años atrás— cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.
—¡Hay un matrimonio próximo, pollos! —advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.
—¿Un matrimonio?
—Un matrimonio, sí —corroboró Ramón.
—¿Tuyo?
—Mío.
—¿Con una muchacha?
—¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?
—¿Y cuándo ocurrirá la cosa?
—Lo ignoro.
—¿Cómo?
—No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla…
Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.
◊ ◊ ◊

A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La moda y la Casa (publicación para muchachas sin novio).
Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!… Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal…
Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!
Y los amigos cogimos otro sandwich —dozavo— y otra copita.
Y allí acabó la cosa.
◊ ◊ ◊

Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí…
Al contrario: allí daba principio.
Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.
—¡Soy un idiota! —murmuró Ramón—. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado…
Y corroboró rabioso:
—¡Soy un idiota!
Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.
—¡Dios mío! —gruñía Ramón mirándola—. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!… No hay ya salvación para mí…, ¡no la hay!
Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.
—¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! —gritó.
Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:
—Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada…
Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.
◊ ◊ ◊

Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial.
Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.
—Grupo nupcial, ¿no? —indagó.
—Sí —dijo Ramón.
Y añadió:
—Con una variación.
—¿Cuál?
—La sustitución más original vista hasta ahora… Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto… ¡Viva la originalidad!
Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:
—¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión: La cara más alta… ¡Cuidado! ¡Así!… ¡Ya!
Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.
—¡Al auto! —mandó.
(Silvia ahora iba llorando)
—¡La cosa marcha! —susurró Ramón.
◊ ◊ ◊

Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)
Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.
—Yo viajo con los maquinistas —anunció—. Voy a la locomotora… ¡Hasta la vista!
Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.
◊ ◊ ◊

Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.
Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido.
Nutrido público los miraba al pasar, asombrado.
Silvia sufría cada día más.
—¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! —murmuraba todavía Ramón. Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.
◊ ◊ ◊

Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.
◊ ◊ ◊

Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.

◊ ◊ ◊

Por fin lo trasladaron al manicomio.
Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia…