9/3/12

Arriba, en La Citadelle

De la fortaleza que se levanta a los lejos, en la misma punta del cerro, no se vislumbra gran cosa desde el centro de la ciudad. La mole se confunde con el paisaje. Sus líneas parecen una prolongación de la montaña a la que subieron 20 mil esclavos durante 15 años para darle forma y convertirla en el fortín más grande del Caribe. De los que se animan a llegar, pocos se imaginan que allí y en los alrededores se vivió una historia de amor y «fuego» que determinaría el rumbo de un país que, pese a ser hoy el más pobre de América, es rico en tradiciones, leyendas y hombres de armas tomar.

 
Yaniris López
Cabo Haitiano, Haití
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Cuando la lectura se hace cómplice de un proyecto de viaje, muchos elementos se unen a la aventura. Al leer, la mente y el corazón comparten las andanzas, querencias y desventuras de los personajes de la historia, los paisajes son creados a nuestro antojo y todo queda registrado en la memoria como una película producida y dirigida por nuestros ojos. Pero si la historia viene con sus paisajes y sus personajes pintados, el ahorro de energía onírica vale la pena, sobre todo si quien la lee no ha cumplido aún los 12 años.
En el último caso, fueron las acuarelas en blanco y negro de un cómic de los años 80 las que divulgaron en Latinoamérica la historia de La Citadelle e hicieron que más de una chica se enamorara perdidamente de su «acuarelado» protagonista.
Resulta que, para ese tiempo, la fiebre por los cómics ya había inundado los escaparates y ventorrillos dominicanos, contagiando a chicos y grandes. Una de esas historietas, Fuego, narraba la vida de Henri Christophe, un esclavo negro de padres africanos nacido en la Isla de Grenada que fue enviado a Haití ―entonces una provincia francesa de la Isla de Santo Domingo― a trabajar en la industria azucarera.


Eran las últimas décadas del siglo XVIII y en la región ya sonaban los tambores antiesclavistas y anticolonialistas. Ser negro y esclavo seguía siendo, en todo caso, la peor de las suertes.

Cada semana, Fuego nos introducía en el mundo de la nobleza negra. A Henri lo vimos crecer cautivo, ganarse su libertad, hacerse soldado, rebelarse contra el régimen colonialista francés, luchar por la independencia de Haití ―primer país en toda América Latina en lograrlo― y, como premio a su valentía, gobernar la primera república negra del mundo. También lo vimos autoproclamarse rey y compartir su corazón entre dos amores: la hija de sus antiguos amos, Lucía, que al principio lo humillaba y terminó dándole un hijo que continuaría la dinastía, y una negra, la reina María Luisa, cuyo hijo con Henri murió acribillado a manos de antiguos colaboradores del rey.
Dando vida a una historia llena de cruentas batallas, paisajes de ensueño, hombres a caballo, cuerpos esculturales, conspiraciones, líos familiares y enredos amorosos, el cómic mostraba a Henri I paseándose por los frondosos jardines de un palacio llamado Sans Soucí -que él mismo construyó-, rodeado de soldados, nobles y esclavos.

La ciudadela
Para proteger a sus súbditos de invasiones externas, Henri mandó construir una ciudadela de 10 mil metros cuadrados en lo alto de un cerro, frente al puerto de Le Cap. Durante 15 años, más de 20 mil esclavos trasladaron piedras y cañones a la cima del monte La Ferrière, a 875 metros de altura.
Otra vez, las acuarelas mostraban a un Henri vigoroso que ayudaba en la construcción de la «citadelle», la que nunca vería terminada. En fin, que más de una chica se «asfixió» de Henri. Nos enamoramos de su gallardía, de su porte, de su piel de ébano y de sus ojos verdes (las portadas venían a color). Eran pinturas, lo sabíamos, pero era imposible no soñar con aquel hombre que a los trazos del pincel se veía tan atractivo y a luz de la historia era todo un héroe.

Después de haber alcanzado la gloria, sin embargo, su final no pudo ser más dramático y decepcionante para los lectores de Fuego: inválido y traicionado por los suyos, el general Henri se suicidó. Los números del cómic siguieron, pero muchos dejamos de coleccionarlo. Ya no nos interesaba. El hombre fuerte de mirada penetrante, el que había provocado tantos suspiros, había muerto…

La verdad
Años más tarde, durante las primeras clases de historia superior, las ilustraciones del cómic abandonado resurgían de entre los polvorientos armarios viejos de la memoria. ¿Cómo imaginar, con apenas 10 años, que gran parte de la leyenda, casi toda, era cierta? ¿Que Henri, nuestro Henri, fue un hombre de carne y hueso ―lamentablemente no tan aparente ni tan bueno― que gobernó Haití a partir de 1807 y que en 1811 se proclamó emperador del Reino del Norte? ¿Que, efectivamente, decepcionado y traicionado, acabó con su vida el 8 de octubre de 1820? ¿Que el palacio de Sans Souci, ya en ruinas, y La Citadelle, en muy buen estado, se encontraban a 30 kilómetros de Cabo Haitiano, la segunda ciudad más importante de Haití, frente al Atlántico, formando en su conjunto un parque nacional histórico declarado Patrimonio de la Humanidad en 1982?
La recurrida frase «basado en una historia real» había hecho su entrada triunfal en mi vocabulario. Y qué agradable fue descubrirla. Entonces todo había sucedido aquí al lado. Tan cerquita. Caramba…
Compartiendo frontera con Haití, era casi seguro que algún día tenía que conocer La Citadelle y comprobarlo todo. Cuando ese día llegó, en 1995, el gusanito dormido que todos tenemos en el estómago y que despierta sólo en ocasiones especiales -el mismo que hace estragos en las entrañas cuando estamos enamorados- despertó de pronto cuando, a bordo de un autobús, en un viaje de grupo, divisamos las ruinas de Sans Soucí.
La otrora grandeza del palacio del Rey y sus dependencias –colegio, capilla, hospital y cuarteles- se cuela entre las enormes columnas que siguen en pie, en los arcos corroídos y en las escalinatas de piedra cubiertas de hierba. Yo, en cambio, lo veía en todo su esplendor. Veía a Henri entre rosales, caminando por los pasillos rodeado de su corte, una corte que según los historiadores la conformaban «cuatro princesas, ocho duques, 22 condes y 37 barones». Por suerte, y para evitar, tal vez, la burla de los demás, la vergüenza y la cordura permitieron enjugar a tiempo una lágrima.

La Ferrière
El último tramo del trayecto hacia La Citadelle lo hicimos a pie. Allí, el gusanito en el estómago desaparecía por ratos, porque la empinada calzada que lleva hasta la cima nos recordaba que nunca en bueno subir una montaña sin antes calentar los músculos con tandas previas y regulares de ejercicios (¡ja!). Cuando volvía a aparecer, el cosquilleo traía de nuevo la compañía de Henri y sus esclavos, haciendo el mismo recorrido pero cargando en sus espaldas enormes bloques de piedra. Eso era, al menos, lo que mostraban las historietas.
Luego de unos últimos metros realmente espantosos, estaba lista para iniciar «el paseo más esperado del mund.
El gusanito en el estómago logró a duras penas comportarse. Estaba, por fin, allí arriba, en La Citadelle Laferrièr (bolsa del herrero). La primera impresión no pudo ser más nostálgica: la colosal fortaleza en forma de nave y enormes murallas realmente parecía dispuesta a protegernos, tal y como lo había pensado Henri. ¡Qué pequeñitos debíamos vernos ante tanta majestuosidad!
Recorrí en silencio con el grupo las plazoletas, los pasillos, las escaleras de piedra y todas las dependencias de la gran mole, temerosa de no poder controlar la emoción. Discretamente toqué las murallas de cuatro metros de ancho y cuarenta de alto, las piedras que se desprendieron luego de aquel terremoto de 1842, los huecos de los cañones y las pesadas balas amontonadas que nunca llegaron a usarse. Descubrí, de buen agrado, que la ciudadela «acuarelada» del cómic de Editora Cinco era muy parecida a la que pisaba en esos momentos.
Al final, acostados en los bordes más altos de La Citadelle –hay que hacerlo así para no ser sorprendidos por el vértigo o la mala suerte- disfrutamos el paisaje del Parque Nacional Histórico de Haití y de las costas lejanas de Cabo Haitiano, un paisaje bonito, verde, muy distinto del que teníamos referencia.
Un cariño especial nació ese día por nuestro sufrido y mal promocionado vecino país, cuyos encantos están reservados para quienes se acercan dispuestos a descubrirlos en medio de las precariedades y la desesperanza de su gente. Y también para quienes, seducidos por las acuarelas de un «paquito» llamado Fuego, se consideran parte de la historia que tuvo lugar en Sans Souci y allá arriba, en La Citadelle.


Yalo, 2010